A mis amigos lectores les cuento que el
7 de marzo 2018 presentamos en Quito mi novela ‘3 VECES MUERTO’. Es la segunda
en mi intención de incursionar en la narración de ficción.
La presentación la hicieron Arturo
Torres, periodista y ex-editor del diario El Comercio, y Orlando Gómez,
periodista colombiano que colabora con diario La Hora, de Quito, y Revista
Semana de Colombia.
Es una novela que combina guerrilla,
espionaje, bombardeo y amor. El contenido del libro se resume en esta líneas:
"Hay historias reales que parecen
novela y novelas que parecen historias reales. La historia de Iván está entre
las dos opciones. Él busca salvar su vida escondiéndose en la guerrilla
colombiana donde descubre un mundo político internacional oculto, sórdido, con
intelectuales de izquierda, fanáticos, espías, soplones que llegan al monte
cual turistas a un hotel. Iván supone, ellos facilitaron el bombardeo que casi
le mata y decide vengarse. Empieza por esconder su pasado con identidades
falsas y una cadena de mentiras. La casualidad pone en su camino a una mujer
bonita. Por intuición, capta, es un transgénero, ex compañero suyo de
fechorías. Ella, solidaria, le financia una cirugía plástica y le induce a
vivir del sexo. Él ya no quiere delinquir y acepta. Así descubre otro mundo
oculto en la sociedad: el amor alternativo, clandestino. En ese trajín se liga
con una alemana adulta, culta, quien le introduce en el mundo intelectual
quiteño del cual, Iván descubre, salieron algunos espías que llegaron al monte.
Los enemigos están a la vista y la venganza parece fácil."
La novela fue publicada por la joven ‘Editorial
La Pesetera’ que en su Facebook informa sobre este libro, o puede escribir a librospesetera@gmail.com y llamar al teléfono (02) 3332526.
A
continuación le ofrezco el CAPÍTULO I
¡Salvado!
—¡Cómo pesas, Damián!
Identifico una voz de mujer. Ella me carga. Y me llama Damián.
¿Mi nombre será Damián?
No lo recuerdo.
—Si no fuera porque tu
corazón late, te dejaría botado.
Estoy vivo, solo
desmayado. ¿Quién eres mujer? Tu voz, tu olor me son conocidos, pero no te
identifico.
—Y ahora te pusiste a
ganguear, Damián. ¿Será que estás por estirar la pata?
No estoy gangueando,
pregunto quién eres. No me escuchas. Debe ser porque la voz no sale de mi boca.
—No te mueras Damián, ya
mismo llegamos a la casa de unos vecinos que viven a la orilla de un río.
No quiero morir.
—Al fin llegamos. ¡Don
Mesías! ¡Don Mesías! ¡Abra la puerta!
—¿Quién es?
—Soy Nati.
—¿Cuál Nati?
—La hija de taita
yachak. ¡Abra la puerta!
—¡Naticita! Su papá la
está buscando con desesperación hace dos años...
—De eso hablaremos
después, don Mesías, ahora ayúdeme con este medio muertito que vengo cargando
desde el campamento guerrillero. Fue herido por el bombardeo.
—¿Estaría usted en la
guerrilla?
—De eso hablaremos
después. Présteme su bote para llevarle a mi compañero a la casa de mi papá
para ver si puede curarle.
—Claro Naticita, yo
mismo les llevaré. Ahí está el bote. Espere un ratito —entra en su casa y sale
con una manta y una linterna. Don Mesías me pide que le ayude a poner al Damián
sobre la manta. Lo hacemos despacito para que no se le salgan las tripas y con
la manta le subimos a la quilla del bote—. Ahora usted Naticita, suba —atrás
mío lo hace él, enciende el motor y nos vamos.
—¿Usted escuchó el
bombardeo, don Mesías?
—Claro, fue un ruido
tremendo. Sonaban aviones, helicópteros, bombas, disparos. Mi mujer y yo
estábamos en la cama, asustados, teníamos miedo de que llegaran los militares a
dispararnos. ¿Hubo muchos heridos allá?
—No, todos están
muertos.
—¿Cómo así a usted no le
pasó nada?
—Yo salí del cambuche
para orinar. Me alejé unos metros. Encontré un hueco parecido a una trinchera.
Allí me metí. De pronto, tremendo estruendo. ¡Bomba!, dije. Jalé unos tablones
que estaban cerca para cubrir el hueco. Otro estruendo. Más bombas, me dije.
Sobre los tablones cayó de todo. Terrible ruido, ensordecedor. Temblando de
miedo esperaba otra explosión. No sé cuántas más hubo. Cesó el bombardeo.
Retiré los tablones. Saqué mi cabeza. El campamento ardía. Había mucho humo.
Del monte salían quejidos apenas audibles. Son compañeros heridos, me dije. Me
predispuse a salir para ayudarles, pero los sonidos de los helicópteros me
detuvieron. Estaban sobre mi cabeza. Volví a encerrarme en el hueco. Al poco
rato oí pasos y gritos. Supuse eran militares. Disparaban, presumo, a los
sobrevivientes. Los pasos se fueron. Lentamente levanté los tablones y otra vez
saqué mi cabeza para ver la misma escena: fuego, humo. Salí del hueco. Las
cabañas y los cambuches estaban en el suelo, en llamas. Caminé. No encontré ni
un ser humano en pie. Solo compañeros tirados en el monte. Agarré sus muñecas.
Solo uno tenía pulso. Está desmayado, me dije. Usando un palo con llama, como
antorcha, alumbré su rostro. Era Damián. Tenía mucha sangre en la barriga. Para
detener la hemorragia rompí la ropa de un compañero muerto, hice una venda y le
amarraré la barriga. Le cargué y aquí estoy.
—Qué valiente Naticita,
usted solita cargando a un medio muertito.
—Estoy acostumbrada a
cargar cosas pesadas. Y ahorita que dice ‘medio muertito’, voy a ver si todavía
tiene pulso —agarro la muñeca del Damián. Siento sus latidos—. Todavía estás
vivo, Damiancito. En menos de una hora llegaremos a la casa de papá, no se te
ocurra morir en pleno río.
—Su papá es un buen
yachak, Naticita, le he visto levantar muertos. Él le salvará.
—¿Le oíste a don Mesías,
Damiancito? Te vas a salvar.
Damiancito, Damiancito. Ya te identifiqué, eres
Sonia, mi Sonia, la única que me llamaba así en el monte. Cómo no me di cuenta
antes. Tu olor me era conocido. Me confundí cuando don Mesías te llamó Nati.
Qué bruto soy, Sonia era tu nombre de guerrillera.
***
La Sonia me llama
Damián. En mi vida real me llamo Iván Alejandro Loyola Zárate. Nací el 28 de
febrero de 1976 en un pueblo del Oriente ecuatoriano cambiado de nombre por los
políticos. Ahora se llama Amazonía. Tengo 32 años y van dos veces que me dan
por muerto. Dicen que el gato tiene siete vidas, si yo fuese gato me sobrarían
cinco. ¿Habrá gatos que mueren sin llegar al fatídico siete?
Les voy a contar mi
vida. Descubrir que había sido adoptado, me volvió loco. De niño bueno pasé a
malo. Quería vengarme de todos. A los diez años le robé al comisario de mi
pueblo. ¿Se imaginan a un pelado de esa edad robándole a una autoridad? Y nunca
me cacharon.
Mis viejos me llevaron a
estudiar en Quito donde me di cuenta: el vicio del robo se me había pegado. A
los doce años robé un par de zapatos de una vitrina y fui encanado por primera
vez en un centro de detención provisional para adultos. Estuve pocas horas allí
porque no hubo quien hiciera la denuncia. A los trece robé el primer carro y
fui encanado quince días en un reformatorio para pelados. A los quince regresé
al reformatorio por robar un taxi.
Ese ‘reformatorio’
deformó mi vida. Conocí a panas de mi edad. Nos convertimos en brothers. Como
yo era muy pilas, me convirtieron en su líder y me dediqué a buscar la forma de
conseguir nuestra libertad. Una opción era salir por la puerta principal,
disfrazado, en un día de visitas familiares. Otra, saltar el muro en la noche.
Más me gustó la tercera opción: coimar a los policías guardianes. ¿Cómo
hacerlo? En ese momento se me ocurrió mi primer ‘trabajo de inteligencia’. Me
dediqué a investigar quiénes eran ‘comprables’. Todos eran corruptos. Se
diferenciaban en que uno pedía más plata que el otro.
—Pana, mi mamacita está
enferma, quiero salir de aquí —le dije de frente a uno de los policías. Se hizo
el sordo, pero cada vez que se acercaba a mí, yo le repetía el pedido. Un día,
moviendo los dedos medio, índice y pulgar, me preguntó:
—¿Tendrás plata?
El mensaje fue claro, el
man estaba dispuesto a ‘colaborar’.
—Claro, ¿cuánto?
Me dio una cantidad.
—Afuera te pago.
Y caí en la trampa del
chantaje de policías corruptos. Ellos me pusieron el apodo Pitucón porque me
gustaba andar bien vestido. Por ese detalle creían que tenía plata a montones.
Me pedían plata para dejarme fugar y plata para no recapturarme.
Un día estos policías me
vendieron un arma y juntos camellábamos. A mano armada asaltábamos negocios. El
camello con los policías era a tiempo parcial, con mis panas, a tiempo
completo. Asaltábamos a parejas en el barrio más farrero de Quito, La Mariscal.
Nosotros le pusimos un nombre más moderno, La Zona. Robábamos los autos para ir
a saquear casas en los valles, donde vivían los ricos. Si el dueño estaba
presente, mala suerte, le dábamos el vire. ¡Qué vida la mía!
Me había hecho tan
famoso que el César Cepeda, un conocidísimo traficante de armas, me buscó para
un camello gordo. Me puso en contacto con un militar de apellido Cazar. Él me
explicó las ‘cláusulas’ del camello. Consistirían en ubicar al conductor de un
taxi San Remo, llamado Andrés, apodado el Gato. Él había seducido a la hija de
un general. Ella se había enamorado locamente del Gato. Se pelearon y la mujer
decidió suicidarse. Localizado el Gato, yo debía llevarle a un lugar desolado
donde unos militares le darían una ‘lección’. Como no encontramos al Gato
emprendimos en una cacería tenaz de taxistas. Imagínense, entre agosto de 1991
y enero de 1992 habíamos dado el vire a diez taxistas y cuatro camioneteros.
Digo ‘habíamos’. En
realidad quienes disparaban eran los de la venganza. A mí se me fueron los
tiros solo con un taxista y dos camioneteros. En una de esas noches de pura
adrenalina y sangre, los milicos dispararon como locos en contra de un taxista
secuestrado, mis panas y yo. Nos quieren matar, dijo un pana. Yo también capté
esa mala intención. Me hice el gil, no reclamé a mis ‘contratistas’. Mi
intención era separarme de ellos de a poquito. Creo adivinaron mi pensamiento
porque de inmediato lanzaron a los policías a cazarme. Una noche entraron a mi
casa en Quito, como en las películas, tumbando puertas. Yo escapé con las
justas. Mi madre que era sorda, quedó en la cama, dormida. La asesinaron con
once balazos.
Me detuvieron y culparon
de todos los asesinatos habidos y por haber. Yo dizque había matado a cinco
homosexuales. Mentira. Le di el vire a un marica que nos llevó a su depar e
intentó propasarse con un pana durante una farra de esas tenaces, con trago y
marihuana. A los otros los mató el César por puro odio a los homosexuales. No
niego, en una ocasión se me escaparon los tiros con dos choros por pasarse de
vivos conmigo y mis panas llevándose nuestra parte del botín. ¡Así no se juega!
Les ‘visitamos’ en su casa y les metimos bala. Al guardia del reformatorio que
quiso impedir escapáramos, yo le clavé una bala, mi pana otra. Era un
maltratador. Si sumo con los dedos de la mano, yo solo me bajé a siete, no a
los veintidós que me cargaron.
Quise contar la plena a
los periodistas y no pude por miedo a mis ‘contratistas’. Ellos me repetían,
¡si hablas mueres! Yo, solo yo, debía cargar con los muertos. El 11 de enero de
1996 cumplía mi condena. A punto de salir de la cárcel de Quito me llegaban
mensajes anónimos con las mismas frases: ¡Cuidado hables...! ¡Si hablas mueres!
Yo sabía quiénes me los enviaban, mis excontratistas. Fui al Oriente. Me
pareció ver a uno de ellos en un hotel de Lago Agrio. Eran peligrosos. Estos me
van a perseguir a sol y sombra, me dije, y se me vino la idea de borrarme del
mapa.
Por un amigo común supe
que mi parcerito Jairo se había enrolado en la guerrilla colombiana.
Ocasionalmente cruzaba al lado ecuatoriano para cumplir ‘misiones’, por
ejemplo, comprar medicinas. De paso saludaba a los panas. Al amigo común le
pedí me facilitara un encuentro con Jairo. Lo consiguió. Jairo me esperó en un
pueblo asentado en la orilla del río fronterizo. Nos abrazamos y con unas
bielas en la mano recordamos nuestro pasado en el reformatorio donde jugábamos
fútbol. Él me tenía gratitud porque durante una huida del reformatorio con mis
panas, le saqué de su celda y juntos escapamos a Colombia.
—Y ahora, mi parcerito,
estoy jodido, los del camello de los taxistas me persiguen para matarme —le
dije.
—Escóndase —me dijo
Jairo—, si no lo hace esos tipos le van a encontrar. Usted me contó, es gente
dedicada al negocio de armas, quienes andan en esa vaina son peligrosos, tienen
soplones por todas partes.
—Intento esconderme,
aunque no sé cómo ni dónde.
Entonces el parcerito me
habló del monte, de la guerrilla. Tuve dudas. Ahí también disparan, matan,
pensé.
—Es el lugar más seguro
para esconderse —me convenció.
Y se me vino como un
rayo una idea locaza.
—Parcerito, antes
ayúdeme a ‘morir’ en mi país.
Y juntos planeamos mi
primera ‘muerte’ robando un cadáver en el cementerio, al cual le destrozamos
para dejarle irreconocible. Después le vestimos con mi ropa y pusimos en los
bolsillos mis documentos de identidad. Al encontrar el cadáver, creyeron era
yo. Me ‘enterraron’ un día antes de mi vigésimo cumpleaños, el 27 de febrero de
1996. Mientras me ‘enterraban’, Jairo y yo viajábamos al monte para esconderme
en la guerrilla.
Ni bien llegamos al campamento,
Jairo, a quien la guerrilla le había dado el nombre ‘Leo’, me llevó ante su
comandante advirtiéndome:
—No le vaya a decir jefe
al comandante, aquí todos los jefes son comandantes. Comandantes de escuadra,
de guerrilla, de compañía, de columna, de frente, de bloque, de estado mayor. A
todos debe decirles: ¡Sí mi comandante, no mi comandante! Preséntese siempre
con un saludo militar de buenos días, buenas tardes.
Sin muchas vueltas el
comandante me dijo:
—Desde este momento
serás el compañero ‘Damián’.
Sentí una clavada en mi
pecho. En ese instante el Iván moría y me dio tristeza. Así comenzó mi vida de
guerrillero o combatiente del monte. El compañero Leo se convirtió en mi
consejero. Él sabía que yo era un patán y me advirtió:
—No vaya a hablar aquí
como en Quito. Debe sofisticar su vocabulario. Olvídese de las palabras pana,
man, pelado. Somos compañeros, guerrilleros, combatientes. A mí, en privado,
puede decirme parcerito. No vaya a hablar de camellos, aquí son misiones. No se
le ocurra decirle a una compañera, pelada, le puede meter un tiro.
—Chuta, no solo te
cambian el nombre, también te amaestran —dije.
—No diga eso compañero
Damián, usted no es un animal. Le educan como en un cuartel, este es un Frente
con siete campamentos, cada uno con su comandante. Cada campamento tiene unos
doscientos guerrilleros, hombres y mujeres. Hacen de todo, desde cocinar hasta
disparar.
—Chuta —repetí—, ¿algún
día me tocará cocinar?
—A lo mejor —me dijo
Leo—, los compañeros ayudan a las compañeras en la cocina.
—Yo preferiría ir al
polígono —le dije.
Me llevaron al polígono
y desde el primer día les demostré a los comandantes mi buena puntería. Se
sorprendieron. Les dije que había aprendido en el servicio militar. Mentira,
nunca hice el servicio militar. Aprendí a disparar con los policías, en su
polígono, haciéndome pasar por hijo de un coronel. De inmediato, en la
guerrilla, me asignaron misiones armadas de pura adrenalina: patrullajes, toma
de pueblos, ataques a cuarteles, a carros, secuestros. A veces me enviaban a
misiones en las ciudades. Iba vestido de civil y con mis documentos de
identidad ilegalmente legalizados. Mi cédula colombiana la saqué en una oficina
del gobierno vinculada a la guerrilla. Me dieron un nombre súpercolombiano,
Damián Gómez. Iba por el segundo nombre en mi vida y por mi segunda
nacionalidad.
Nuestro frente era el
encargado de la seguridad del segundo comandante de la guerrilla. Estaba por
encima de todos, obvio, menos del No. 1. Por su importancia, yo le llamaba
Súper Comandante. Muy largo me pareció ese nombre. Le corté a Súper C. Y ¡oh
sorpresa! Un día los comandantes me ordenaron integrara el primer anillo de
seguridad del Súper C. En otras palabras, formaría parte de su guardia
personal, la élite de la élite, un honor deseado por todos los guerrilleros,
sin embargo, solo treinta y cinco eran los escogidos. A mí se me dio. La puerta
de la cabaña del Súper C era mi puesto de vigilancia. Horas pasaba parado allí,
con mi fusil AK-47 en la mano. Poco tiempo después se integró a la guardia mi
parcerito Leo. Me emocionó tenerle junto a mí.
Al comienzo la misión me
pareció suave. El Súper C pasaba mucho tiempo en su cabaña que cumplía la
función de oficina y dormitorio. Siempre tenía un libro, una revista en sus
manos. Después de leerlos los tiraba a una caja de cartón usada como basurero.
Los guerrilleros amantes de la lectura los recogían. La mayoría de artículos
era sobre comunismo, marxismo, socialismo, todas esas cosas repetidas todos los
días por los comandantes para lavarnos el cerebro. Yo no leía esas revistas
porque no había crónica roja, noticias del fútbol, de artistas. La política no
me interesa. Si no leía, el Súper C escribía. Bueno, quien realmente escribía
era su secretaria. En pleno monte él tenía secretaria, compu, radio intercomunicador
y otros aparatos que funcionaban con baterías. El Súper C salía de su cabaña
solo para estirar las piernas. Nosotros lo escoltábamos.
***